03 febrero 2010

En el día del amigo

Nunca los he contado. Ni con los dedos de una mano ni con los dedos de la otra. No hace falta.

Están ahí porque se les necesita, porque saben cuándo tienen que llegar. Aparecen, se sientan a mirarte y el mundo cambia de canal. El mal no desaparece, claro, pero se hace menos doloroso, se difuminan sus rasgos, se evapora su mal olor. Llegan, te escuchan, te abrazan, comparten tus lágrimas y dividen sus fuerzas. Te sujetan las rodillas y te vuelven a poner en marcha, dan cuerda a tu espalda y te aligeran el peso.

Y caminas, de nuevo. Sin dejar de arroparte con su abrigo, sin olvidar que mañana serán ellos quienes tiriten de frío.

Y allí estarás tú. Con las palabras de consuelo y las fuerzas en la maleta, para abrigarles.
Para decirles, ahora, que ésto o aquéllo no merece su amargura.



Me gusta cuando compartimos. Cuando la única explicación necesaria no existe. Cuando sabemos, a lo lejos, todo lo que hay que saber.

Qué suerte saber que siempre hay alguien al otro lado, en la siguiente esquina, para darte un beso que no te esperas.


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