Un domingo cualquiera.
Brilla el sol, duerme el despertador y los minutos viven silenciosos en el reloj del salón. Dormitan las luces que entran por las rendijas de las persianas y mueren a las puertas de la cocina. Se pueden escuchar los pasos diminutos del algún pequeñajo que busca el despertar de su madre, el ruido del cerrojo del trastero donde un padre en chándal busca entre los trastos las bicicletas. Huele a café en la escalera. Aroma de domingo, sin más.
Consigo huir del abrazo de las sábanas y de un salto me miro en el espejo. Uno mismo frente a sí es la primera imagen del día. La cara de sueño, el pelo revuelto y las malditas sombras violetas debajo de los ojos-nunca se marchan, ni tras una batalla de sueño-. Soy yo, la misma de siempre, con las mismas cejas, la misma nariz, iguales mejillas, boca, dientes...levanto la camistea rosa de mi pijama y me miro el ombligo. Ahí está. Como siempre. Fuera el pijama y bienvenido el pantalón del domingo. Cómodo y sencillo. Como debe ser el último día de la semana, la desembocadura del quehacer, el día de la nada.
Una vez en la calle camino con la mente puesta en las futuras tostadas. Un par de rebanadas con tomate. Zumo de naranja natural y un café. Me falta el periódico.
¡Anda, no sabía que había subido el precio!-comento en alto. Hace dos días ya-responde el señor. Como llevamos tantos días de caravana, pues ni nos hemos dado cuenta-me dice ella. ¿Estáis de caravana?-nos dice el señor alegremente-aquí hay un vecino que también va de caravana, me tiene encargado que le traiga ésto-dice mostrando una revista de buen papel. Caravan, leemos, todo lo que hay que saber para ser un buen campista y disfrutar de su caravana.
Realidad, domingo.
Nota mental: no hay nada como hacer algo normal para ser normal.
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